Tiempos extraños. A la fecha de hoy se cuentan cerca de un millón y medio de muertes en el mundo por un aún indescifrable e invisible hálito que se esparció indiscriminadamente alrededor de la faz de la tierra, negando cualquier tipo de empatía con las clases y el poder, pero aun así por supuesto, golpeando con mayor fuerza a las sociedades más frágiles, más pobres y más necesitadas. Algo de poético existe en esa idea de un mundo que respira un mismo aire, así sea un aire mortal, una conexión plena en cada arista de la tierra y entre cada ser que lo habita. Ahí donde las fronteras políticas marcaban líneas en los mapas, donde hasta hace un tiempo se marginaba, donde se dividían y definían las diferencias económicas, los conflictos internacionales, las xenofobias, ha quedado en evidencia que el único límite real es la condición mortal de la que todos adolecemos. La muerte no conoce límite porque el límite es la muerte. No existe distinción para ella.

 

Convivir con el acecho de la muerte nos llevó a enclaustrarnos escondiéndonos de su alcance, convirtiéndose en un año de absoluta introspección que en definitiva marcará completamente un hito y producirá un quiebre en las decisiones y prioridades de la primera generación del siglo XXI. La nueva comprensión de un mundo volcado a la virtualidad, la desconfianza en el otro, el aislamiento nos llevan a repensar las dinámicas del futuro y a empezar a añorar esa ingenuidad en que vivíamos hace solo unos meses. La ingenuidad de un mundo que ignoraba o por lo menos le daba la espalda a la muerte.

 

El taller de gráfica La Rueda ha propuesto esta idea como eje temático y presenta las respuestas, reflexiones y trabajos en medio de la pandemia de 11 artistas ecuatorianos en torno a aquellas dos ideas que finalmente son hechos irrefutables como concepto pero imperceptibles a la vista: el límite y la muerte.

 

De esa concepción tan subjetiva que permite un concepto tan inabarcable y místico es que cada uno de ellos despliega sus propias definiciones y símbolos, todos realizados a partir de un medio tan ambiguo como el grabado: íntimo en su ejecución pero amplio en su difusión, veloz y expresivo en el diseño pero paciente y depurado en la producción. De ahí que la monumentalidad del trabajo de algunos artistas que provienen del arte urbano quede igualmente revelado en forma ambigua, como en las propuestas de RALEX (Quito, 1984), CHRISTIAN TAPIA (Quito, 1982) o PIN8 (Baños de Agua Santa, 1985), que siendo de pequeños formatos no pueden ser contenidos en fuerza y dimensión, y trasladan la pesada línea del muro a la gruesa línea del linóleo y la xilografía.

 

Lo mágico, lo ancestral y lo trascendental son parte de esas visiones apocalípticas de TITO MARTÍNEZ (Ibarra, 1975), BENJAMÍN VITERI (Riobamba, 1996), PAÚL ALTAMIRANO (Ambato, 1976), tal vez augurando en sus poéticas imágenes el fin como un retorno pacífico a una tierra primigenia.

 

Complejos entramados de líneas tejen los mundos oníricos y las miradas interiores presentadas en las autorrepresentaciones de FRANCINÉ CORDOVA (Loja, 1971), WASHINGTON GUAYASAMÍN (Quito, 1977) y KARINA SUNTAXI (Quito, 1985). En todos ellos la presencia de lo animal parece un llamado al ego de la condición humana ante el inevitable destino.

 

Completan el grupo las dos visiones más opuestas, planteadas por EMERSON MENA (Quito, 1988) y BRYAN MANTILLA (Quito, 1996). El primero obsesivo y minucioso con la figuración humana, acudiendo a lo femenino y lo maternal; el segundo expresivo y permisivo con el error como parte del proceso, ambas características al servicio de su representación del bien y el mal.

 

A la espera de un mundo más justo, más amable y más llevadero para cuando pase esta pesadilla, estas 11 propuestas planteadas a partir del lento y reflexivo oficio del grabado se convierten en honestos y sorprendentes imaginarios que quedaran registrando un momento histórico desde la mirada del arte.

 

CHRISTIAN PADILLA

Curador independiente e historiador de arte latinoamericano